Thursday, May 18, 2006

Animal Sospechoso Nº 2

How do we justify calling ourselves civilised, after all? Is it the books we read? The delicacy of our tastes? Our place in continuing a line of belief and of common values which strech back a thousand years and more? All this, indeed, but what does it mean? How does it show itself? Are you civilised if you read the right books, yet stand by while your neighbours are massacred, your lands laid waste, your cities brought to ruin?[1]

Iain Pears
The Dream of Scipio


Perdido en medio de una selva de citas y razones para justificar mi asombro ante el empeño adusto del viejo nuevo orden militar por reordenar la balanza a la fuerza, siempre al acecho de grietas por entre las cuales vaciar la endeble idea de civilización, las palabras de Vicente Aleixandre vinieron en mi ayuda. Su prefacio a Llama de amor viva, del poeta colombiano Fernando Charry Lara, deshizo el retruécano apocalíptico que me impelía hacia la escritura adocenada. En ese texto aludido el poeta sevillano escribe lo siguiente: «Casi todo poeta sabe que es vana la obra de los hombres. ¿Pero quién será el poeta completo a quien esta sabiduría lleve a la aniquilación, al perfecto mutismo? Es conmovedor ver, ya desde alguna altitud del vivir, cómo cada generación repite el mismo ademán, como lo hace también el niño que nace, y ver que la contumacia es la reclamación de la vida»[2].

No es Deucalión, arrojando piedrecillas hacia atrás, por encima de sus hombros, para encontrar el camino de regreso, sino la mujer de Lot –Lut en el Corán–, convertida en estatua de sal en respuesta a su desobediencia, a su intento de conservar en la mirada el presente perdido, la figura que propongo como respuesta a la actualidad, en la que la expresión latina de damnatio memoriae parece haber retomado pleno sentido y dado nuevo soporte a la cultura del eufemismo, a la palabra castrada. En este sentido es válido subrayar cómo Rosa Lentini, tema central de la segunda entrega de animal sospechoso, nos introduce en la reflexión alrededor de la poesía no sólo como oficio inescindible de la meditación acerca de la vida y el conocimiento, sino también como remo poderoso para adentrarse en el corazón de las tinieblas. Al fin y al cabo el arte del poeta –no hay conocimiento sin creación– es un ejercicio de vasos comunicantes que testimonia «el paso de la tinta por los complicados vericuetos de la historia», como dice María Ángeles Pérez López en uno de sus versos. Vuelven entonces a la memoria nombres como Jorge Gaitán Durán, José Ángel Valente o Edmond Jabès, cuya reflexión poética se decanta hacia el poema como ejercicio de violencia contra el lenguaje, contra la palabra muda y cristalizada de las instituciones. A este propósito, con la venia del lector por convertir este texto en una casa de citas, me permito traer a colación una idea de Rodolfo Quadrelli con el fin de pujar hoy más por la mujer del antiguo testamento que por la desmemoriada divinidad griega:


Las palabras son definidas por el objeto que representan, pero, objetos iguales en contextos diferentes se vuelven ellas mismas diferentes. Tal es el destino de palabras como «tradición» e «historia». Éstas parecen sinónimos si se considera su objeto aproximado, que es el pasado; sin embargo, en un examen más detallado resultan ser términos completamente opuestos, y resulta claro que uno de ellos ha prevalecido sobre el otro. La «historia» ha predominado sobre la «tradición» y le ha impuesto su objeto.[3]


Hay demasiado ruido, demasiado alboroto alrededor de la historia –o de la no historia– y, ante tal confusión programada, es mejor descampar en las aguas de la poesía. No sé bien si su palabra restituye algún sentido, pero es una manera de construir, de conservar el instante a partir de una inteligencia que, más que con el pensamiento, tiene que ver con la imagen, con la vigilia de Buda bajo los chopos.

Algo similar sucede con Eduardo Milán (Uruguay), María Ángeles Pérez López (España), Margarito Cuéllar (México) y Armando Romero (Colombia), los poetas que nos acompañan en la sección «Un buque cargado de...», en la medida en que la trabazón que los liga entre sí es la meditación en torno al poema y la presencia constante de una ars poetica en cada uno de sus textos.



En este mismo orden de ideas, antes de cerrar esta invitación a la lectura del segundo número de animal sospechoso, es oportuno aludir a la interesante cavilación de Tomás Segovia, en la penúltima sección, «Remolque final», en la que el poeta, a partir de temas tan centrales para él como, por ejemplo, su oficio, la pertenencia, o la traducción, nos remite a la poesía como una de las maneras de desear la realidad, de perseverar en la mirada desobediente de la estatua de sal:


[...] Por otro lado, es la primera vez que oigo que la poesía hispana sea «una poesía del deseo frente a la realidad». Más bien me suena a definición de la poesía en general, o por lo menos de la moderna, y vista con ojos más bien franceses y muy à la page –y ante esa impresión ni siquiera me conmueve el eco cernudiano de la frase. No puedo estar de acuerdo porque justamente llevo muchos años meditando muy por mi cuenta sobre el deseo, y una de mis mayores disensiones respecto de mi época es probablemente que el deseo en que creo es el que desea la realidad en lugar de denigrarla o huirle o suplantarla, y que preferir la ausencia, la irrealidad y la invención siempre me ha parecido una cursilería.[4]


Queda entonces el abismo delante del acantilado para el trapecista distraído, quien, sin proponérselo muy en serio, podrá saltar hacia lo irremediable y apostar, no por la moda del presente, sino por la vigilia ante el presente y construir a partir de las ruinas de todos los días, lejos del eufemismo y la desidia.



[1] Pears, Iain, The Dream of Scipio, Londres, Random House Mondadori, 2003.
[2] Charry Lara, Fernando, Llama de amor viva, Bogotá, Procultura, 1986.
[3] Quadrelli, Rodolfo, Il linguaggio della poesia, Florencia, Vallecchi, 1969.
[4] Véase p. 80 de este número.